Hubo un tiempo en el que fuimos una página en blanco, como esta en la que ahora escribo. Hubo un tiempo, breve como un parpadeo, en el que fuimos una escala de grises, papalotes, juegos oscilantes entre el control y la anarquía. Hoy no puedo negar mis sentimientos, que me acosan como fantasmas, ni justificar mis decisiones, corruptas por mis defectos.
Siempre tuve por problemas para dar la cara por nosotros, para defender una relación que no tenía por qué ser atacada, pero que lo fue, una y otra vez, poniéndonos a prueba como pareja y como individuos. Sobra decir que fallé, pero si asumir culpas es un ejercicio sencillo, hacer penitencia es un deporte mortal. Desde hace tiempo supe que tenía que decirte adios, que resultaba cruel e insensato atarte con con esta cuerda tan larga y tan pesada en nombre de una relación que yo no tenía la fuerza de mantener.
Al empezar esta carta, mi intención era no releer una sola línea, para no borrar ni una palabra; y sin embargo, ahora me impongo volver sobre cada espacio, sobre cada caracter, tragármelo todo, esta funeraria reunión.
¡Me arrepiento tanto de haberte hecho daño! No te digo esto porque sirva de algo, nada de lo que hay aquí sirve para maldita la cosa. Te lo digo porque llevo esa idea pendiendo sobre mi cabeza como una guillotina. No hay marcha atrás en el camino que he elegido, no hay segundas partes, no se levantarán puentes nuevos sobre estos restos en llamas. Pero tampoco podré cerrar los ojos a mi pasado, a esta cadena de pecados, a estos males inintencionados, culposos, que arrojé sobre alguien a quien amé.
Mereces ser amada hasta el final, sin escalas, sin fondos falsos, sin contemplaciones. Mereces ser amada como yo no he podido amarte, como alguien más podrá.
R.